La muerte, tan cotidiana y tan extraordinaria. Minuto a minuto dejan de existir cientos de seres humanos en el mundo, pero cuando alguno de ellos es un amigo, un familiar, un cercano, ese acontecimiento se aprecia fuera de lo común.
Para algunas culturas la muerte es una tragedia porque descarta cualquier forma de vida posterior; para otras formas de vida sobretodo en el Oriente, es un proceso natural al que le sigue la sucesión de otras vidas, la reencarnación; para los cristianos es el paso a una vida más plena, de descanso y eternidad. Sin embargo, la desaparición física de un ser querido es vista como pérdida; a pesar de la creencia de que esa persona regresará a su Padre Dios porque ha cumplido su misión en este espacio temporal llamado Tierra.
A pesar de creer en el reposo y el gozo del que partió, el desprendimiento y la separación traen consigo tristeza y dolor.
Así hemos compartido los mexicanos la sorpresiva e impactante muerte de los pasajeros del Lear Jet y de las personas que pasaban por el lugar, cuando la aeronave se desplomó el pasado 4 de noviembre en una de las zonas con mayor movimiento vehicular y laboral de la capital como es el perímetro de Periférico y Reforma Lomas.
La conmoción aumentó al ver las imágenes, parecidas a fotografías de una guerra, donde el fuego consumía los restos de la nave desplomada a más de 500 kilómetros por hora de velocidad; de los autos estacionados o que transitaban por las calles aledañas, y peor aún de las personas heridas, quemadas o fallecidas que yacían en el lugar.
Aunado al espasmo provocado por un acontecimiento así, la noticia cobraba otra dimensión cuando supimos que entre los pasajeros viajaba el Secretario de Gobernación Juan Camilo Mouriño junto con cuatro miembros de su equipo logístico, de comunicación y seguridad; el ex titular de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) y hasta ese momento secretario técnico del Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal, así como tres personas más a cargo de la tripulación del avión.
Las especulaciones no se hicieron esperar respecto a la causa de la tragedia: ¿accidente o atentado?. Por ahora expertos nacionales y extranjeros recavan evidencias para tratar de reconstruir la historia, pero creo que la pregunta quedará abierta ante la imposibilidad de tener la total certeza sobre lo que provocó la caída de la aeronave. La sospecha de atentado crece en función de los pasajeros a bordo, piezas clave en el combate a la delincuencia organizada. Pero aún no se cuenta con elementos sólidos que permitan sustentar esta hipótesis.
Más allá de las pesquisas, del reacomodo en el gabinete y lo que derive de ello, me parece que debemos reflexionar sobre dos situaciones que permiten trascender, procesar y asimilar las dolorosas experiencias que conlleva la muerte.
Una primera situación es la renovación de la esperanza, sin la cual difícil sería continuar luchando y trabajando en un mundo donde pareciera que priva la hostilidad, la ilegalidad, la violencia y la avaricia. La segunda es traer al presente la convicción de que la muerte aunque inesperada, llega cuando debe llegar.
La vida concluye cuando terminamos nuestra misión en esta vida, que no necesariamente es a los 70, 80 o 90 años; puede ser en la niñez, en la juventud, en el momento quizá menos pensado de acuerdo a nuestra perspectiva de existir.
Qué más quisiéramos muchos que morir ancianos rodeados de hijos y nietos, luego de haber cosechado logros y haber cumplido nuestros propósitos. Pero la muerte puede sorprendernos por accidente, enfermedad, incluso a manos de terceros que prefieren optar por la violencia. Aún en esas situaciones, si morimos es porque nos tocaba irnos. Si se apaga la existencia, aunque pareciera que se truncó toda una vida, es porque debíamos partir. El pasado domingo en la plaza de toros México, el torero Leopoldo Casasola le dedicaba el quinto de la tarde a su esposa y le decía: “Por ti y por mi familia estoy dispuesto a morir en el ruedo”. Todos debemos estar también dispuestos a partir en el cumplimiento diario de nuestra existencia.
La tanatóloga Elisabeth Kübler-Ross comparte en uno de sus libros: “Todos tenemos lecciones que aprender durante este periodo que llamamos “vida”, y esto se aprende cuando uno trabaja con moribundos…quienes aprenden mucho al final de su vida en general cuando ya es demasiado tarde para aplicarlo…ahora que yo también vivo paralizada y no he muerto, es porque todavía sigo aprendiendo lecciones de vida”.
Mientras vivamos, es porque algo tenemos que aprender, que hacer, que aportar. Cuando nos vamos es porque esta tarea, había concluido.
Juan Camilo, José Luis, Norma Angélica, José Miguel, Arcadio, Giselle, Julio César, Álvaro y Martín de Jesús, terminaron su misión. La muerte los sorprendió mientras regresaban de un día de trabajo, cumpliendo su deber. Asimismo sorprendió a los fallecidos en el lugar, muchos de los cuales también salían de su jornada de trabajo.
Otros como doña Margarita Jiménez quien todos los días pone su puesto de dulces a unos metros de la tragedia, sobrevivió porque alcanzó a correr huyendo de las llamas; otros que seguramente podían haber viajado en el avión con el titular de Gobernación, por alguna razón no lo abordaron y hoy están vivos. ¿Por qué unos viven y otros se han ido?
Ante la incontrolable situación de no saber ni el día ni la hora en que moriremos, queda vivir cada minuto con tal ahínco y convicción, que cada noche podamos decir: he aprendido la lección que me dejó el ahora, y si hoy muriera, sabré que me voy con el deber cumplido.
Para algunas culturas la muerte es una tragedia porque descarta cualquier forma de vida posterior; para otras formas de vida sobretodo en el Oriente, es un proceso natural al que le sigue la sucesión de otras vidas, la reencarnación; para los cristianos es el paso a una vida más plena, de descanso y eternidad. Sin embargo, la desaparición física de un ser querido es vista como pérdida; a pesar de la creencia de que esa persona regresará a su Padre Dios porque ha cumplido su misión en este espacio temporal llamado Tierra.
A pesar de creer en el reposo y el gozo del que partió, el desprendimiento y la separación traen consigo tristeza y dolor.
Así hemos compartido los mexicanos la sorpresiva e impactante muerte de los pasajeros del Lear Jet y de las personas que pasaban por el lugar, cuando la aeronave se desplomó el pasado 4 de noviembre en una de las zonas con mayor movimiento vehicular y laboral de la capital como es el perímetro de Periférico y Reforma Lomas.
La conmoción aumentó al ver las imágenes, parecidas a fotografías de una guerra, donde el fuego consumía los restos de la nave desplomada a más de 500 kilómetros por hora de velocidad; de los autos estacionados o que transitaban por las calles aledañas, y peor aún de las personas heridas, quemadas o fallecidas que yacían en el lugar.
Aunado al espasmo provocado por un acontecimiento así, la noticia cobraba otra dimensión cuando supimos que entre los pasajeros viajaba el Secretario de Gobernación Juan Camilo Mouriño junto con cuatro miembros de su equipo logístico, de comunicación y seguridad; el ex titular de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) y hasta ese momento secretario técnico del Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal, así como tres personas más a cargo de la tripulación del avión.
Las especulaciones no se hicieron esperar respecto a la causa de la tragedia: ¿accidente o atentado?. Por ahora expertos nacionales y extranjeros recavan evidencias para tratar de reconstruir la historia, pero creo que la pregunta quedará abierta ante la imposibilidad de tener la total certeza sobre lo que provocó la caída de la aeronave. La sospecha de atentado crece en función de los pasajeros a bordo, piezas clave en el combate a la delincuencia organizada. Pero aún no se cuenta con elementos sólidos que permitan sustentar esta hipótesis.
Más allá de las pesquisas, del reacomodo en el gabinete y lo que derive de ello, me parece que debemos reflexionar sobre dos situaciones que permiten trascender, procesar y asimilar las dolorosas experiencias que conlleva la muerte.
Una primera situación es la renovación de la esperanza, sin la cual difícil sería continuar luchando y trabajando en un mundo donde pareciera que priva la hostilidad, la ilegalidad, la violencia y la avaricia. La segunda es traer al presente la convicción de que la muerte aunque inesperada, llega cuando debe llegar.
La vida concluye cuando terminamos nuestra misión en esta vida, que no necesariamente es a los 70, 80 o 90 años; puede ser en la niñez, en la juventud, en el momento quizá menos pensado de acuerdo a nuestra perspectiva de existir.
Qué más quisiéramos muchos que morir ancianos rodeados de hijos y nietos, luego de haber cosechado logros y haber cumplido nuestros propósitos. Pero la muerte puede sorprendernos por accidente, enfermedad, incluso a manos de terceros que prefieren optar por la violencia. Aún en esas situaciones, si morimos es porque nos tocaba irnos. Si se apaga la existencia, aunque pareciera que se truncó toda una vida, es porque debíamos partir. El pasado domingo en la plaza de toros México, el torero Leopoldo Casasola le dedicaba el quinto de la tarde a su esposa y le decía: “Por ti y por mi familia estoy dispuesto a morir en el ruedo”. Todos debemos estar también dispuestos a partir en el cumplimiento diario de nuestra existencia.
La tanatóloga Elisabeth Kübler-Ross comparte en uno de sus libros: “Todos tenemos lecciones que aprender durante este periodo que llamamos “vida”, y esto se aprende cuando uno trabaja con moribundos…quienes aprenden mucho al final de su vida en general cuando ya es demasiado tarde para aplicarlo…ahora que yo también vivo paralizada y no he muerto, es porque todavía sigo aprendiendo lecciones de vida”.
Mientras vivamos, es porque algo tenemos que aprender, que hacer, que aportar. Cuando nos vamos es porque esta tarea, había concluido.
Juan Camilo, José Luis, Norma Angélica, José Miguel, Arcadio, Giselle, Julio César, Álvaro y Martín de Jesús, terminaron su misión. La muerte los sorprendió mientras regresaban de un día de trabajo, cumpliendo su deber. Asimismo sorprendió a los fallecidos en el lugar, muchos de los cuales también salían de su jornada de trabajo.
Otros como doña Margarita Jiménez quien todos los días pone su puesto de dulces a unos metros de la tragedia, sobrevivió porque alcanzó a correr huyendo de las llamas; otros que seguramente podían haber viajado en el avión con el titular de Gobernación, por alguna razón no lo abordaron y hoy están vivos. ¿Por qué unos viven y otros se han ido?
Ante la incontrolable situación de no saber ni el día ni la hora en que moriremos, queda vivir cada minuto con tal ahínco y convicción, que cada noche podamos decir: he aprendido la lección que me dejó el ahora, y si hoy muriera, sabré que me voy con el deber cumplido.
Comentarios en diazgarcia2020@gmail.com
*Diputado Federal por el Partido Acción Nacional
1 comentario:
Gracias Diputado, comparto contigo la esencia del articulo escrito: Aprovechemos el tiempo que la vida nos regala, viviendo intensamente y luchando por mejorar nuestro entorno. Saludos cordiales Ana Ma Jimenez desde el CEAMEG
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